jueves, 27 de agosto de 2009

De la mano

Visualicé el destino de mi viaje en tu mano.
Comencé enredándome en los rizos de tu pelo, esa escalera de caracol en la que cada peldaño tiene escritos los requiebros que te adornan por fuera y por dentro.
Y a cada paso los nombro para adorarte, pues no queda nada en mí que no te reverencie.
Formidable precipicio que termina o empieza cerca de tu cintura, dicotomía diabólicamente perfecta entre el cielo e infierno, calma y fogosidad, a partes iguales deseadas.

Acerqué mi mano a tu pelo,
rizo de interminable deseo,
con ese impensado denuedo
del pensamiento primero.

Rocé las escaleras del cielo,
caracol de epítetos etéreos
que en cada escalón enumero
como rosario de encantamientos.

Y al terminar el delicado camino
salté, cual inmolación, al vacío
para llegar a tu hombro limpio,
de suavidad desnuda vestido.

El tiempo deja de ser cadencia
y su inusitada ausencia
ratifica que en tu presencia
en el edén me debo encontrar.

Y sabiendo que ya no muero,
pues ya lo estoy y en el cielo,
me doy a la sublime locura
de descender por la tersura
de tu brazo de alelí.

Pero ahí no queda esta aventura,
seguí cayendo, con tanta fortuna,
que noté bajo mi insustancial figura
que tu antebrazo y la hermosura
sacados están del mismo patrón.

Al final, anudado a tus cinco encantos
encadenadas y presas están nuestras manos,
la mía por la rozadura de tu sin par dulzura,
la tuya por mi empeño de no quererte soltar.

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